sábado, 9 de enero de 2010

Marcelino Pan y Vino

Texto: Jose Mª Sanchez Silva
Drama religioso de gran exito en su época.

En el Siglo XVII, después de una larga guerra alguien deja un bebé, de apenas un mes, a la puerta de un convento de frailes franciscanos. Éstos le bautizan con el nombre de Marcelino. Pasaron los años y, aunque el niño vive feliz entre los monjes, no puede evitar pensar en que no tiene una madre. Intentaron buscarle una familia, pero nadie quiso acogerle. En un desván del convento hay una imagen del Crucificado, de la que Marcelino se hace amigo, habla con él, y le sube de la cocina lo que puede: pan y vino...


Marcelino no había visto jamás un crucifijo tan grande, con un Jesucristo del tamaño de un hombre clavado a la cruz, tan alta como un árbol.


Se acercó al pie de la cruz y, mirando con fijeza la cara del Señor, la sangre que le goteaba de la frente por las heridas de la corona de espinas, las manos y los pies clavados al madero y la gran llaga del costado, sintió llenársele los ojos de lágrimas. Jesús tenía los suyos abiertos, aunque con la cabeza algo inclinada sobre su brazo derecho no podía ver a Marcelino.


El niño fue dando la vuelta hasta ponerse debajo de su mirada. Jesús estaba muy flaco y la barba le caía a borbotones sobre el pecho; tenía las mejillas hundidas y su mirada producía a Marcelino una grandísima compasión.


Marcelino había visto muchas veces a Jesús, aunque siempre pintado en el cuadro que había en el altar de la capilla, o en los crucifijos pequeños, como de juguete, que llevaban los frailes. Pero nunca le había visto de verdad como ahora, con todo el cuerpo desnudo y de bulto, que él podía rodear con sus manos.

Entonces, tocándole las piernas delgadas y duras, Marcelino levantó los ojos hacia el Señor y le dijo sin reparos: Tienes cara de hambre.




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